Wednesday, April 04, 2007

El Alma Ajena



Aquel hombre entro en la cantina con aire indiferente. Se sentó en una de las mesas que mas al fondo se encontraban y levanto la mirada hacia la barra. Quiso pasar inadvertido, quiso ser uno más junto al bullicio, pero en un pueblo de montaña, aun siendo este pueblo un lugar de paso de viajeros y de avituallamiento antes de cruzar las grandes rocosas nevadas, eso era tarea difícil. Los lugareños eran pocos, los que daban distintos servicios a los viajeros se conocían entre si. Aquel extraño personaje había llamado la atención hasta de los propios viajeros. Su enorme corcel negro sobresalía por las cabezas de los transeúntes, que, a modo de precaución, por si sus enormes matas los aplastaban, le habían dejado un pequeño pasillo entre la muchedumbre. Simulaba la entrada de un rey a su feudo, tras vencer una gran batalla.
Su agria cara desvió algunas miradas curiosas, también ayudo su agrio olor característico del largo viaje y observar sus armas; una gran espada sujeta al cinto, varios cuchillos y una gran ballesta cargada a la espalda.
Ropajes viejos pero caros. Rostro curtido, moreno, marcado y enfundado en una barba negra y poblada.
La joven que le llevo la cerveza lo hizo intentando no derramarla, luchando con el temblor en las manos que ese hombre le provocaba. El no la miro, asintió a modo de agradecimiento tan solo, y comenzó a dejar sus enseres sobre la mesa. Se encendió una vieja pipa, tallada a mano que contribuyo al aura misterio con una generosa y densa neblina.
Lo último que extrajo de su macuto lo hizo con sumo cuidado, como si de un pequeño bebe se tratara. Era el un saco de tela roja, bordado en azul celeste y cerrado con una cuerda de hilo de oro.
Parecía estar en tensión, en guardia, un hombre que había olvidado como relajarse, estando siempre alerta. Una mano en el cinto, la otra en la jarra y la mirada en el bello tesoro.

- Bien… hemos llegado al final - susurro entre sorbos – aquí se acaba el viaje.

Cerro los ojos y sus pulmones se llenaron de humo.
En el segundo siguiente su oído distinguió un sonido y sin pensarlo siquiera desenvaino su espada. Agarro a su oponente por la solapa de una camisa raída y a milímetros de sus ojos la hoja de su mandoble se detuvo firme, hasta nueva orden.
No se detuvo a causa del revuelo que se armo, ni de la totalidad de la taberna que les observaba, ni por temer al derrame de sangre, la espada estaba sedienta… lo hizo por la mirada aterrada del niño al que había pillado in fraganti, escondido bajo la mesa, alargando el brazo para hacerse con el saco rojo.
Había hecho ruido, se le olía a kilómetros y es más, tenía miedo a la muerte. No era experto, no era buen ratero, lo matarían pronto. Un empujón y callo al suelo. Guardo su espada, su sangre no la merecía.

- Lo siento Señor – dijo sollozando – solo quería algo de dinero para dar de comer a mi fami…

- ¡Cállate! – grito el forastero volviendo a su posición inicial - ¿acaso tengo cara de que me importe algo tu vida? Deberías darme las gracias por no cortarte las manos

- Gracias señor – susurro sin dejar de llorar

El tabernero lo levanto del suelo a trompicones, lo insulto y amenazo con llevarlo a la guardia del rey a que le dieran su justo castigo. El forastero volvió a beber haciendo caso omiso de los gritos del muchacho y el tabernero. Observo su saco, de nuevo a salvo. Y ese objeto lo miro también y le sugirió una idea.

- No are tal cosa – dijo indiferente dando una bocanada a la pipa. Parecía que mantenía una conversación inexistente – no me lo pidas….

Dejo la pipa y a jarra en la mesa de nuevo y miro al chico que a trompicones salía de la taberna arrastrado por el dueño.

- Odio que me pidas cosas…. - dijo resignado al tiempo que se levantaba.

Dos horas más tarde el corcel negro caminaba despacio, montado por el extraño guerrero y guiado por el enclenque niño ratero. El paraje era negruzco, casi tanto como el cielo que los cubría. El suelo mortecino, carente de hierba y árboles. Solo rocas, solo un camino desierto, solo tres figuras que lo cruzaban. Acompañados por el viento, frió y sin vida. Ningún pájaro ni animal. Un lugar fantasmal que era más grotesco aun en la mente del caballero, pues en su mente, aquel paraje era recordado en vida. Aquel suelo que pisaban, fue antaño tan poblado de bosques que la luz del sol difícilmente lograba tocarlo.

- Señor, ¿Cómo es que conocía mi nombre? – pregunto curioso el niño sin volverse si quiera – solo tengo 8 años, creo… pero estoy seguro de no conocerlo.

- Te dije que nada de preguntas ¡continua! – dijo sin mirarle – y espero que conozcas el camino, por que si me arto de andar hacia lugar alguno Negro pasara al trote por encima de ti y no quedara mas de que la vieja ropa que llevas.

El corcel lanzo un bufido que acompaño la alusión de su amo. El aliento del animal humedeció el cogote del pobre niño que le pidió a Dios poder cumplir la promesa de llevar al guerrero hasta las ruinas que buscaba y además sacarlo vivo de esta, prometiendo a cambio no volver a robar jamás.
Y la vieja ermita se elevo ante ellos, derruida, destrozada por el viento, las guerras o la muerte que vivía en esos parajes.
El joven la señalo y afirmo con voz temblorosa que habían llegado. El caballero desmonto

- Cuida de el por mi – ordeno.

No especifico, ni con la mirada, ni con algún ademán. Las miradas del niño y de Negro se cruzaron y el joven no tuvo claro para quien de los dos iba dirigida la orden.
El guerrero entro en la ermita, no sin antes dejar sus armas en la entrada y santiguarse. Se fue hasta el fondo y se arrodillo. Prácticamente no había techo y más de una pared se había caído hace siglos. Seguía en pie el altar y alguna figura. Raídas, agrietadas con mirada firme y penétrate. Todas lo observaban en silencio.
El pequeño saco fue depositado en el suelo, después de descolgárselo del cuello. Lo abrió y saco de el un pequeño frasco de cristal, aparentemente vació. Lo dejo en el suelo, apoyado en una de las pocas baldosas que seguían vivas en el suelo.
Lo abrió con extrema delicadeza.

- Aquí perdiste tu alma, arrebatada... – susurro a modo de plegaria – vendí mi alma para encontrarla... he cumplido el trato y debo seguirte...

Del interior del frasco emergió una neblina blanquecina que lo envolvió. La niebla se convirtió en humo y el humo tomo forma. Una figura comenzó a apreciarse, una bella mujer apareció ante el. De nuevo, cientos de años después, sus miradas se mezclaron, se encontraron. El guerrero se tumbo a su lado y no dejo de mirar con dulzura a su esposa.

- Nada me complacería más.

- Lo se.

Tan solo se oyeron susurros, palabras de amor en forma de viento. Un aroma suave, un abrazo fuerte.
Después la tierra tembló y el viento los cubrió con un manto de arena. La iglesia acabo de desparecer, hasta que no quedo nada, tan solo la mirada del Tiempo, la mirada de la eternidad.

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